Necesitamos quitarle el polvo a nuestros espejos

Necesitamos quitarle el polvo a nuestros espejos

Naiara dice que es, simplemente, la chica del pelo rizado con ojeras. De niña asumió que no era guapa y respiró aliviada porque, como sacaba buenas notas, le decían que era lista. Es una de las jóvenes que mejores calificaciones ha obtenido en la prueba de acceso a la universidad de toda Euskadi en el último año y, aunque es preciosa, le cuesta mirarse al espejo, por eso, procura no pasarle un trapo para limpiarlo. Lo prefiere cubierto de polvo, de ese modo, en lugar de verse, se intuye.

La relación con el reflejo puede ser tortuosa cuando, como personas negras y/o afrodescendientes, nos han enseñado a autoodiarnos y, con suerte y solo tras un trabajo arduo de deconstrucción, a amarnos a medias, a días, a partes y a ratos.

Así las cosas, el discurso de Naiara no comenzó con ella sino mucho antes de que naciera. Antes, incluso, de que vieran la luz su madre o su abuela… Se urdió siglos atrás, en una época en la que la belleza no se podía reconocer en seres a los que ni siquiera se consideraba humanos. Precisamente por eso y por la desnudez con la que les encontraron en sus contextos calurosos y no atravesados por un judeocristianismo empeñado en esconder piel y transformar en vergüenza lo natural, les hipersexualizaron.

Los hombres negros cis eran leídos y contados como bestias con instintos irrefrenables a las que había que vigilar para que no se abalanzaran y violaran a las mujeres a proteger: blancas, cis, inmaculadas, inocentes y temerosas de los peligros de la carne. Entre tanto, las mujeres negras representaban la cara opuesta: siempre disponibles y perversas seductoras que, con su esencia libidinosa, provocaban que los varones blancos pecaran.

El proceso de deshumanización de los cuerpos negros fue radical, efectivo y definitivo. De forma progresiva, el racismo, que fue el que gestó la privación de humanidad de millones de seres humanos, se introdujo y permeó en todas las capas de la sociedad y en cada interacción. No obstante, quizá lo que mejor supo hacer fue adaptarse a los tiempos, modificando su forma para no desaparecer.

Primero les arrebató el alma a los africanos. Los desalmados no podían ser personas en un momento en el que la religión católica tenía tanto peso que todo se miraba a través de su lente. Sin alma podían ser esclavizados puesto que no eran más que cuerpos útiles para trabajar, carentes de sentimientos ni aspiraciones ni dolores ni pasiones. Solo eran brazos fuertes para trabajar la tierra expoliada a los pobladores originarios de Abia Yala y vaginas incansables capaces de parir, hasta secarse, brazos y brazos y más brazos…

¿Acaso cabía la belleza en semejante contexto? Es probable que no, pero sí el deseo. Un deseo en bruto, torturador y violento, sin consentimiento, del que se sacia a escondidas, que busca un placer individual y completamente unidireccional por el derecho que otorgaba la propiedad. Vamos, violación e imposibilidad de réplica o defensa en el caso de las mujeres cis negras a cuyos vástagos, producto de esos encuentros sexuales forzados, llamaron mulatos porque a eso venían al mundo, a trabajar como mulas.

Las “mulas” continuaban siendo esclavizadas pero, como tenían sangre blanca, se les consideraba un poquito menos bestias, menos feas y puede que hasta un pelín más humanas ya que en sus torrentes sanguíneos había genes blancos. Ese es el motivo por el que a algunas las sacaron del campo y las destinaron a las tareas domésticas en el hogar de los dueños. De esa forma, quedaban más cerca de familiares que les negaban y que podían sacar provecho de unos cuerpos tan despreciados como deseados y abusados.

“Se dice que los mestizos, al tener la sangre más espesa, salen más fogosos que el resto”, escribía en su obra “La Deseada” Maryse Condé, recogiendo un pensamiento generalizado en su isla, Guadalupe, y en el imaginario caribeño.

La sociedad europea de esa época se retrató a través de las imá- genes que pintaron algunos de sus grandes artistas. Gracias a su labor, hoy podemos observar lo que nos ocultan los libros de Historia: la lacra de la esclavitud y la progresión del racismo en una España que decidió ser amnésica y no contarlo en los libros de texto que se usan en los colegios. En los cuadros de algunas de las grandes pinacotecas españolas hay dos tipos de personas negras: los baltasares exotizados, bellos, regios y tocados con plumas y colores vivos y los esclavizados, que son la mayoría. Sus proporciones son inferiores (“Carlos VII de Nápoles, futuro Carlos III de España”, anónimo) y siempre están en la parte baja de la obra o detrás (“Calisto y Diana”, de Rubens), en un segundo o tercer plano, tanto que su piel oscura se confunde con los fondos negros y hay que fijarse mucho para comprobar que están (“Grupo familiar ante un paisaje”, de Frans Hals). Un ejemplo bien gráfico de cómo invisibilizar a una comunidad.

Lo invisible no puede ser bello, pero sí grotesco.

Sin embargo, las artes plásticas no fueron las únicas testigos de su tiempo. Del mismo modo que aquello que vemos condiciona la manera en que pensamos y hablamos, también las palabras generan imágenes en el cerebro. Y aquí van algunas estrofas de Quevedo en “Boda de negros”:

Vi, debe haber tres días,
En las gradas de San Pedro,
Una tenebrosa boda,
Porque era toda de negros.
Parecía matrimonio
Concertado en el infierno:
Negro esposo y negra esposa
Y negro acompañamiento.
(…)
Iban los dos de las manos
Como pudieran dos cuervos,
Otros dicen como grajos,
Porque a grajos van oliendo.

Nada es para siempre. El alma dejó de ser importante, o no tanto al menos, cuando se abrió paso la Ilustración. Entonces, les llegó el turno a las mediciones craneales y de genitalidades. Los naturalistas se entretenían dibujando a gente desnuda a la que habían arrancado de su tierra y llevado a las metrópolis para estudiarla de cerca. Daba igual que el sol abrasara o el frío helara hasta el ánimo, lo importante era documentar unos hallazgos que, en la actualidad, sabemos que eran erróneos y que únicamente servían para refrendar sus teorías racistas acerca de las supuestas diferencias evolutivas entre las personas blancas y las que, a sus ojos, no solo no eran blancas sino tampoco personas. Esa “ciencia” devino cómplice de la desigualdad. En la primera etapa desposeyeron a les africanes de su espiritualidad y en esta, la capacidad de pensar de modo que solo les redujeron al músculo (vs cerebro) y a la potencia hipersexual.

Fue la era dorada de los circos y los zoos humanos. La sufrieron Sara Baartman, Ota Benga o el conocido como Negro de Banyoles, entre muchos otros. Así, hasta que a principios del s.XXI, con la repatriación de este último a África Austral, concluyeron este tipo de espectáculos deleznables.

La belleza no era posible en subhumanos encerrados tras unas rejas o expuestos en vitrinas, pero sí el deseo, cargado de fetichización, cosificación y exotización de cuerpos que se leían como diferentes solo por tener un color de piel distinto.

Por desgracia, este tipo de pensamientos se mantienen y el morbo por experimentar cuánto ahí de verdad en la creencia popular continúa vigente. Y como la sexualidad fogosa parece ser la única capacidad que conceden a la gente negra, hay personas de la propia comunidad que se reducen al mito debido a que no pueden valorarse más allá de él tras siglos soportando una narrativa que nos pesa y que no cesa. Los medios de comunicación se han encargado de perpetuarla reproduciendo el estereotipo en los escasos ejemplos de gente negra que aparece en ellos. Su mirada solo muestra a gente negra estancada en una especie de presente10 continuo, parece que únicamente llega, llega y llega en embarcaciones precarias. Ni siquiera se les llamas personas sino “migrantes”, arrebatándoles, una vez más, su humanidad. Jamás vemos a esa gente cuando ya está en el lugar de destino y hace una vida. Falta la narrativa de lo cotidiano, de quienes ya viven aquí y trabajan en lo que pueden, de quienes residen en los barrios y son vecines. Se cuela, eso sí, un discurso mediático de la excepción. En el caso de las mujeres se articula en positivo mostrando a las primeras que hacen algo, que consiguen lo que parecía imposible (por vedado) para las que son “como ellas”. En negativo, suelen aparecer mujeres nigerianas con poca ropa en parques o sentadas en sillas de plástico esperando clientes. Son víctimas de trata a las que captan en su país de origen tras someterlas a ceremonias de vudú. La omisión de mujeres que no son sobresalientes y pioneras o víctimas de trata ya lanza un mensaje.

En el caso de los hombres negros también existe una doble vía de representación: la de la criminalidad o, en positivo, la de la heroicidad. Un ejemplo de ello sería el chico senegalés que se tiró a la ría en Bilbao para salvar a un señor blanco. Enseguida comenzaron las campañas para que el joven consiguiera la nacionalidad. El mensaje que se deriva de esto es cómo solo el leído por la sociedad como buen migrante, el de comportamiento ejemplar, el superhéroe merece tener los derechos que confiere una situación administrativa regular.

Partiendo de todo lo anterior, cuando en el cine o en las series hemos visto a personajes negros en una relación afectiva, ellos han tenido que ser “perfectos” para ser aceptados, aunque fuera con reticencias. Sidney Poitier en “Adivina quién viene a cenar esta noche” hacía ese papel: era un hombre negro, PERO formado, PERO con buen trabajo, PERO guapísimo, PERO con modales exquisitos.

Ellas, sin embargo, son bellísimas bajo patrones blanqueados. Eso significa que son negras, sí, ahora bien, más claras, o con el pelo si no liso, no tan rizado o con rasgos más parecidos a los de las personas blancas. Eso marca un tipo de patrón estético dentro de la negritud que solo la permite a medias y que genera intervenciones en el propio cuerpo con el fin de borrarla. De ahí el uso de Photoshop o iluminación para aclarar algunos tonos la piel o, peor, la utilización de cremas despigmentantes que eliminan la barrera natural contra la radiación solar y provocan que la dermis adelgace tanto que luego sea difícil coserla si se requiere una operación quirúrgica. Otra consecuencia sería la necesidad de algunas de alisar su cabello con mejunjes agresivos o de ponerse extensiones no por elección, que, si es así, perfecto, cada cual hace lo que quiere, como por la imposición en contextos en donde un pelo rizado es malo, poco elegante, no profesional e inadecuado.

Además de lo anterior, deben ser sexies y vulnerables y, por tanto, salvables por sus parejas masculinas blancas. Esto se evidencia en la relación entre los protagonistas de “Palmeras en la Nieve”, también en “Ahí abajo” (ella una “mulata sexy” que mueve las caderas a la velocidad del viento y que, como buena migrante latinoamericana, cuida a la madre de Peio, el protagonista, y Peio, tímido y derretido ante su sensualidad) o en la serie “Mar de Cristal”, con un personaje principal varón que se pasa la mitad de los capítulos rescatando y sacando de problemas a la chica negra bellísima que trabaja en el invernadero.

Todas esas construcciones son prisiones que pueden llegar a asumirse como lugares cómodos por les recluses si no saben que están encerrades, así que performan ad infinitum el único rol que su entorno les permite interpretar. Les han hecho creer que no pueden ser nada más y celebran gustar y atraer, recibir las sobras que el imaginario les ha dejado, conformarse con poco o nada.

De nuevo, la escritora Maryse Condé, en“La Deseada”, lo resumía a la perfección con las siguientes frases:

“A ella no la deseaba absolutamente nadie. Los chicos de la escuela o del barrio pasaban de largo sin mirarla siquiera.”

“Por fin un hombre se interesaba por su cuerpo. Valoraba lo que los demás siempre habían despreciado, aunque, durante el día, Stanley la ignorara”.

Cuando se rompen las cadenas, hay consecuencias. Nia Correia, ganadora de una de las ediciones de Operación Triunfo decidió aparecer en la final con su pelo natural y recibió un montón de mensajes en twitter metiéndose con ella. La respuesta llegó de la mano de Instagram, donde se creó una campaña bajo el hashtag #mipelomola en la que decenas de personas negras se fotografiaron luciendo orgullosas sus coronas de rizos y demostrando que son hermosas.

Las redes sociales son, sin duda, un vertedero de odio e improperios y, aparte, el espacio de difusión de las regenarrativas, un término que alguien dijo en una charla en la que participé y que me parece más adecuado que “contranarrativa”. Este último pone en el centro a la hegemonía y responde, mientras que el primero parte de cero. Supongo que siento que esa palabra no sume a las personas que habitan las márgenes en la mera réplica, sino que reconoce su agenda y sus creaciones propias y libres y no como escudo de defensa o como contestación.

En ese sentido, la cantidad de regenarrativas que se están produciendo es ingente y maravillosa. Se está haciendo desde la pintura con proyectos como el ejercicio de reconciliación de “Speaking Bodies” de Bianca Nguema, en el que dibuja a mujeres negras desnudas y las entrevista acerca de la relación con su cuerpo. Pero también están las “Reinas” de Montserrat Anguiano que, con o sin linaje real, muestra a mujeres negras que han destacado por13 algo pese a no ser demasiado conocidas en Occidente. Tina Mba pinta sobre cartones, un material que se encuentra en la calle, que sale o gratis o desde luego más barato que un lienzo, con el fin de demostrar que la falta de medios no debería frenar ni la representación de quienes han sido invisibilizadas ni la creatividad. “La Flor del Tamarindo” pinta a las mujeres negras que han marcado su vida, a sus amigas, a sus vecinas y las convierte en calendario con el objetivo de que cada mes que pasa, las veamos. OhMercy cuenta con dibujos situaciones comunes en la maternidad, ahora bien, la madre, para variar, no es blanca. Y Nadine Mnemoi crea a millones de formas de mujeres negras haciendo de todo y en mil sitios.

Esos no son más que algunos ejemplos. Desde la fotografía, se y nos cuentan Agnes Essonti, Rubén H. Bermúdez, Nelida (The Worst Art), Asunción Lola, Angélica Dass, Sol Bela, Megane Mercury, Tina Alabama, Blue Spit, Okobe, Laurent Leger Adame o Pisacielos. Cada cual tiene una temática y una manera de representar, hay quien aboga por la afrocelebración, otres prefieren la denuncia, les hay que desmontan la raza a golpe de Pantone y quienes crean mundos nuevos en donde nuestros cuerpos disfrutan, brillan y, tengan la forma que tengan, son indiscutiblemente hermosos.

Lo que comparten es que sus imágenes están muy alejadas de lo que hemos observado hasta ahora en las artes (aunque sí en la calle), están descolonizando nuestra forma de vernos y reventando los cánones de belleza que nos impusieron y que nos dejaron fuera o nos deformaron. Son imparables y su discurso, pese a los algoritmos racistas que tratan de bloquearlos, llega cada vez más lejos y se oye cada vez más alto.

Si todo continúa así, más pronto que tarde, podremos quitarle el polvo a nuestros espejos.

LUCÍA ASUÉ MBOMIO

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#SexualidadesCorporalidadesYBuenosTratos

Este documento ha sido fruto de un proceso participativo y colectivo donde hemos compartido sabidurías, sentires y experiencias entorno a los espacios digitales y cómo pueden ser también territorios para ver(se), escuchar(se), reflexionar, achucharse y accionar.

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