Educación y esperanza
El otro día, en una fría mesa en un bar de Barcelona, el amigo, referente y activista panafricanista Jeffrey Abé Pans, con la afectuosidad que le caracteriza, soltó en medio de una conversación: "Ahora hay libros que no han escrito escritores".
Y por mis adentros sonreí y agradecí poder estar presente en un instante así, sin que él supiera que dentro de mí acababa de iniciarse un tsunami de recuerdos. Pensé en la importancia de la educación en los contextos informales y como cada persona es una agente educativa, de cambio y transformación.
Directamente me trasladé a mis memorias de infancia, a esa inocente pequeña personita anidada por confusiones abismales. No sé si habéis vivido el sentimiento de sentirse periferia, de personificarla, pero deja un vació tan grande que una se amputa.
De hecho, una se amputa, mutila, corta, extirpa, sega eso que no encaja en una sociedad jerarquizada que centraliza una determinada forma de existir.
Por esos entonces, en mi hogar veía eso que en la publicidad, en la escuela, en los libros no aparecía o solo lo hacía de forma negativa. Y me decía «eso no es bueno para ti». Y ocupaba un taburete incómodo en la incoherencia de amar eso que la sociedad rechazaba. De abrazar a diario a una mujer cuyo cuerpo genera pudor. De negar lo innegable. De invisibilizar lo que ya era invisible.
E inicié el camino de elección, como dice Nothomb «vivir significa rechazar. Aquel que todo lo acepta vive igual que el desagüe de un lavabo.” Y rechacé mis raíces iniciando así mi proceso de asimilación. Y reconocerlo, saber ponerle un nombre, es una de las formas más efectivas de abordar las situaciones que he experimentado. Lo que no es nombrado, no existe.
Fue después de un período de adolescencia agitada y de choques culturales constantes que decidí que debería ir a la universidad para ser alguien, para aprender, aprender de verdad. Y, error, yo ya era alguien. Pero las directrices del poder dominante son tan grandes que una se alinea a ellas y las sigue. Es mejor ir a la universidad que no, es mejor nacer en el norte global que en el sur, es mejor amar de una forma homogénea que aceptar la multiplicidad de amores que pueden existir, es mejor…
Y ya desde que nacemos se nos va programando para que ocupemos el lugar que nos corresponde, reproduciendo estructuras de privilegio-opresión. Empecé a estudiar Educación Social pensando que (me) salvaría, a mi misma y a la barbarie del mundo. Así de ingenua fui y sigo siendo, a veces. Confiando con esperanza en que solo eso era la educación. Sin saber que era una arma de doble hilo y que usando su nombre se había vigilado y controlado, no solo acompañado y transformado.
«Ahora hay libros que no han escrito escritores» me recuerda que no solo educan las personas profesionales de la educación.
Mi abuela, de facciones marcadas y aire comprensivo, me enseñó a amar la vida. Mi madre, mujer que encarna la resiliencia, me crió para comprender que cada persona es un mundo y cada mundo necesita ser concebido de forma distinta.
Mi hermana, crítica y sensible, me descubrió qué eran las etiquetas que nos querían ordenadas y categorizadas herméticamente, me hizo ver que para algunas personas siempre iría demasiado desnuda y para otras demasiado tapada, que era un ser híbrido en un mundo de dicotomías. Y mis amistades Juls, Iraia, Jenabou, Iván y tantas otras me enseñan a desnudarme, a no tener miedo de deshacerme del lastre racista, capacitista, machista, transodiante, etc, que intentaron tatuarnos. En mi praxis como educadora social cada día me penetran e impregnan lecciones y aprendizajes, pero sobretodo ganas de seguir tejiendo para situar al centro de todo la vida y no solo la vida, sino la vida digna.
Mi educación no puede ser neutral. No lo es. Es política, ideológica. No quiere olvidar las minorías, no quiere mantener ahogadas realidades que revientan la normatividad impuesta.
No puedo ni sé participar en una revolución descafeinada y mi herramienta es desactivar y traicionar eso aprendido como «bueno».
Mi educación no puede ser individual. No lo es. Es colectiva, comunitaria. No quiere mantener el relato único, no quiere omitir las responsabilidades que nos atraviesan como seres sociales. No puedo ni quiero participar de una sociedad violenta que conformamos y mi herramienta es tener esperanza y (des) tejer para no dañar.
A problemas estructurales, necesitamos respuestas que también lo sean. Y veo en la virtualidad una oportunidad en la que poder ser visibles, acercarnos a referentes y devenir colectividad digital crítica. Con la necesidad de habitar la transformación social de forma horizontal, transversal y multidimensional. Dentro y fuera de las redes.
La cotidianidad es la oportunidad que tenemos de hacerlo. De cumplir nuestro derecho a transformar desde la afectividad, la ternura y el amor. También de ser fuego y reivindicar eso que es pisoteado.
De poder ser. Así de simple, ser, sin ataduras, ni mordazas, ni lápidas, ni cadenas, ni. Ser. De poner en valor eso que las generaciones que nos preceden han arrebatado, conseguido y cultivado. Y seguir tejiendo para ofrecer a las que vienen otras formas de comprender y leer el mundo, la vida.
Y aceptar, que en una sociedad como esta, y parafraseando a Susy Shock, prefiero ser un monstruo más, que lo normal, lo normativo.